Los Arévacos
Los Aravacos, Arevacos o Arévacos pertenecían a la más poderosa de todas las tribus Celtíberas, extendiéndose sus poblados por casi toda la franja Sur del Duero mesetario. Según Bosch Gimpera, el nombre de arévacos significa vacceos del sur, para Schulten, arevaci es un término celta.
Plinio afirma que los arévacos tenían seis "oppida" (lugar elevado, cuyas defensas naturales han sido reforzadas con fortificaciones):
Secontia (Sigüenza), Uxama (Burgo de Osma), Segovia, Nova Augusta (¿Muro de Agreda?), Termes (Sta María de Tiermes) y Clunia (Coruña del Conde).
Secontia (Sigüenza), Uxama (Burgo de Osma), Segovia, Nova Augusta (¿Muro de Agreda?), Termes (Sta María de Tiermes) y Clunia (Coruña del Conde).
La economía de estos pueblos era de carácter pastoril. Las especies ganaderas fundamentales eran ovejas y cabras, ganado vacuno y caballar, dado que el suelo era pobre y el clima era extremo, ambiente que no favorecía la agricultura. Se discute mucho sobre el sistema trashumante de la ganadería celtibérica, que debió tener un carácter nómada o seminómada en los primero momentos de la edad de hierro, pero cuando se desarrollaron las ciudades-estado a finales del s. III y II a.C., la trashumancia se ciño a las serranías.La agricultura estaba restringida al cereal de secano, trigo y cebada. Otro de los aspectos económicos de estos pueblos estaba relacionado con la explotación del mineral, el hierro principalmente, y al abrigo de la explotación minera desarrollaron una rica manufactura de armas de hierro, generalmente espadas.
Los celtiberos consideran un honor morir en el combate y un crimen quemar el cadáver de un guerrero así muerto, pues creen que su alma remonta a los dioses del cielo al devorar el cuerpo yaciente el buitre (Silio Itálico “Punicas” 3, 340,343)
En cuanto a las armas algunos celtiberos usan escudos ligeros como los galos y otros circulares (...) Sus espadas tienen doble filo y están fabricadas con excelente hierro, también tienen puñales de un palmo de longitud. Siguen una practica especial de fabricación de sus armas pues entierran laminas de hierro y las dejan así, hasta que con el curso del tiempo el oxido se ha comido las partes mas débiles quedando solo las mas resistentes (...). El arma fabricada de esta forma descrita corta todo lo que pueda encontrar en su camino, pues no hay escudo, casco o hueso que pueda resistir el golpe dada la extraordinaria calidad del hierro (..) (Diodoro 5, 33)Los arevacos construían sus poblados sobre cerros para organizar una fácil defensa, rodeados de uno, dos y hasta tres recintos amurallados.
Adoraban a un dios sin nombre, al cual festejaban en las noches de plenilunios, bailando en familia a las puertas de sus casas. Tenían por costumbre dejar sus iconos, o imágenes de los dioses, en cuevas situadas en abruptos peñascales -a veces se trataba de las mismas grutas donde descansaban sus antepasados-, y solían acudir a ellas en grupo, en días señalados para la ocasión. En estos lugares veneraban a sus divinidades y les solicitaban favores, dejándoles sus exvotos.
Su traje se componía de una ropilla negra u oscura, hecha de lana de sus ganados, a la que estaba unida una capucha o capuchón con la cual se cubrían la cabeza cuando no llevaban el casquete que estaba adornado con plumas o garzotas. Al cuello solían rodearse un collar. Una especie de pantalón ajustado completaba su sencillo uniforme.
Se presentaban a batalla en campo raso: interpolaban la infantería con la caballería, la cual en los terrenos ásperos y escabrosos echaba pie a tierra y se batía con la misma ventaja que la tropa ligera de infantería. El "cuneas", u orden de batalla triangular de los Arévacos, se hizo famoso entre los Celtíberos y temible entre los guerreros de la antigüedad. Las mujeres se empleaban también en ejercicios varoniles y ayudaban a los hombres en la guerra. Se veían precisados, para pelear, a dejar guardados sus cereales en silos o graneros subterráneos donde se conservaban bien los granos durante largo tiempo.
Se presentaban a batalla en campo raso: interpolaban la infantería con la caballería, la cual en los terrenos ásperos y escabrosos echaba pie a tierra y se batía con la misma ventaja que la tropa ligera de infantería. El "cuneas", u orden de batalla triangular de los Arévacos, se hizo famoso entre los Celtíberos y temible entre los guerreros de la antigüedad. Las mujeres se empleaban también en ejercicios varoniles y ayudaban a los hombres en la guerra. Se veían precisados, para pelear, a dejar guardados sus cereales en silos o graneros subterráneos donde se conservaban bien los granos durante largo tiempo.
Los Celtíberos
Estandarte o báculo de distinción de la necrópolis de Numancia. (Según Jimeno et al., 2002) |
El texto es una versión actualizada del artículo del mismo título publicado en M. Almagro-Gorbea, M. Mariné y J. R. Álvarez Sanchís (eds.), Celtas y Vettones, Diputación Provincial de Ávila, Ávila, 2001, pp. 182-199.
Los Celtíberos fueron, de todos los pueblos célticos peninsulares, los mejor conocidos y los que jugaron un papel histórico y cultural más determinante. La primera referencia a la Celtiberia se sitúa en el contexto de la II Guerra Púnica al narrar Polibio (3, 17, 2) los prolegómenos del asedio de Sagunto, en la primavera del 219 a. C. Desde ese momento, las menciones a la Celtiberia y los Celtíberos son abundantes y variadas, por ser éstos uno de los principales protagonistas de los acontecimientos bélicos desarrollados en la Península Ibérica durante el siglo II a. C., que culminarían en el año 133 a. C. con la destrucción de Numancia, y por jugar un papel destacado, igualmente, en algunos de los episodios militares del siglo I a. C., como sería el caso de las Guerras Sertorianas.
Para Diodoro (5,33), Apiano (Iber.2) y Marcial (4,55), el término «celtíbero» tendría que ver con un grupo mixto, pues consideran que los Celtíberos eran Celtas mezclados con Iberos, si bien para Estrabón (3, 4, 5) prevalecería el primero de estos componentes, como lo confirman las evidencias lingüísticas, onomásticas y arqueológicas. El término habría sido creado por los escritores clásicos para dar nombre a un conjunto de pueblos hostiles hacia Roma, habiéndose sugerido que bien pudiera estar haciendo alusión a los Celtas de Iberia, a pesar de no ser los Celtíberos, como es sabido, los únicos Celtas de la Península.
Aunque para algunos autores actuales el concepto no remite a una unidad étnica, para otros sí se trataría de un grupo de estas características, ya que incorpora entidades de menor categoría, de forma semejante a los Galos o los Iberos. De todos modos, la nómina de pueblos que se incluirían bajo el término genérico de «celtíbero» no está suficientemente aclarada, siendo comúnmente aceptados los Arévacos, Belos, Titos, Lusones y Pelendones, aun cuando otros, como Vacceos, Olcades o, incluso, Carpetanos, puedan ser, asimismo, incluidos entre los mismos.
De acuerdo con esto, la Celtiberia se configura como una región geográfica individualizada, a partir de las fuentes literarias, la epigrafía, la lingüística y la arqueología, en las altas tierras de la Meseta Oriental y la margen derecha del Valle Medio del Ebro, englobando, en líneas generales, la actual provincia de Soria, buena parte de Guadalajara y Cuenca, el sector oriental de Segovia, el sur de Burgos y La Rioja y el occidente de Zaragoza y Teruel, llegando incluso a alcanzar la zona noroccidental de Valencia. El análisis de las etnias tenidas como celtibéricas, y su delimitación mediante las ciudades que se les adscriben, permite determinar unos límites para la Celtiberia que en modo alguno hay que considerar estables. En este sentido pueden valorarse los apelativos que acompañan a ciertas ciudades, haciendo referencia al carácter limítrofe de las mismas, como Segobriga, caput Celtiberiae, en Cuenca, Clunia, Celtiberiae finis, en Burgos, o Contrebia Leucade, caput eius gentis, en La Rioja.
La Celtiberia: ciudades y etnias (siglos III-I a. C.). (Según Lorrio, 2001)
Se ha defendido la existencia de una evolución del concepto territorial de Celtiberia desde su aparición en los textos situados en el contexto de la Segunda Guerra Púnica, donde presenta un contenido genérico, en buena medida equivalente a las tierras del interior peninsular, hasta alcanzar otro más restringido, en torno al Sistema Ibérico como eje fundamental; sin olvidar otras propuestas como la que identifica el territorio celtibérico con la Meseta. Es de advertir que, por tratarse de un término no indígena y debido a las aparentes contradicciones que las fuentes literarias ponen de manifiesto en su uso, se hace más compleja su valoración, lo que se evidencia en la reciente propuesta de A. Capalvo sobre la identificación de la última Celtiberia conquistada el 179 a. C. por Sempronio Graco en la provincia Ulterior.
Con todo, el teórico territorio celtibérico definido por las fuentes literarias viene a coincidir, grosso modo, con la dispersión de las inscripciones en lengua celtibérica, en alfabeto ibérico o latino. Asimismo, se constata la existencia de una onomástica particular restringida a la Celtiberia que conviviría con otra de ámbito más general, también de tipo indoeuropeo, extendida por el Occidente y el Norte peninsulares.
Por lo que respecta al registro arqueológico, ofrece, a la par que información sobre la Celtiberia y los Celtíberos de época histórica, la posibilidad de abordar el proceso de formación y evolución de la cultura celtibérica, fenómeno que remite a los siglos anteriores a la presencia de Roma en la zona y se enmarca en los procesos de etnogénesis registrados en la Península Ibérica a lo largo del primer milenio a. C. La secuencia cultural del mundo celtibérico ha sido establecida a partir del análisis del hábitat y las necrópolis, así como del armamento y el artesanado en general, integrando las diversas manifestaciones culturales celtibéricas. No obstante, se debe tener en cuenta la diversidad de áreas que configuran este territorio y, a menudo, la dificultad en la definición, así como el dispar nivel de conocimiento de las mismas. La periodización propuesta -que intenta adecuar la compleja realidad celtibérica a una secuencia continua y unificadora del territorio celtibérico- ofrece cuatro fases que abarcan desde el siglo VIII al I a. C.: Protoceltibérico, que se inicia en los siglos VIII-VII a. C.; Celtibérico Antiguo, que abarca entre mediados del VI hasta los comedios del V a. C.; Celtibérico Pleno, que se extiende hasta finales del III; y, por último, el período Celtibérico Tardío, que se extiende hasta el siglo I a. C., diferenciándose al tiempo distintos grupos o territorios de marcada personalidad cultural y étnica, correspondientes al Alto Tajo-Alto Jalón, al Alto Duero, a la Celtiberia meridional y a la margen derecha del valle medio del Ebro.
La secuencia cultural del territorio celtibérico (800/700-100 a. C.). (Según Lorrio, 2001)
La continuidad observada en el registro arqueológico permitiría, pues, la utilización de un término étnico desde el período formativo de esta Cultura, a pesar de las dificultades que en ocasiones conlleva su uso para referirse a entidades arqueológicas concretas, en especial si remite a los momentos anteriores al de su creación -y utilización- por parte de los autores grecolatinos, como ocurre en el caso que nos ocupa. De esta forma, resulta adecuado utilizar el término celtibérico referido a un sistema cultural bien definido, geográfica y cronológicamente, que abarcaría desde el siglo VI a. C. hasta la conquista romana y el período inmediatamente posterior. Sin embargo, aunque no tenemos la completa certeza de si existieron grupos étnicos que se reconocieron como celtíberos en momentos previos a la configuración de la Celtiberia y a su mención por las fuentes escritas, hay suficientes argumentos de índole arqueológico que apuntan en esa dirección, estando aún por establecer desde cuándo puede determinarse la configuración de realidades étnicas del tipo de las de los Arévacos, los Belos o los Pelendones. En todo caso, resulta evidente que esos «Celtíberos Antiguos», sin corresponder exactamente con los Celtíberos que aparecen en las fuentes literarias a partir de finales del siglo III a. C., al menos por lo que se refiere a la realidad étnica, constituyen sin duda su precedente inmediato.
La formación de la Cultura Celtibérica
Un problema esencial es el de la génesis de la Cultura Celtibérica. Se han venido utilizando con frecuencia términos como Campos de Urnas, hallstáttico, posthallstáttico o céltico, en un intento por establecer la vinculación con la realidad arqueológica europea, encubriendo con ello, de forma más o menos explícita, la existencia de posturas invasionistas que relacionan la formación del grupo celtibérico con la llegada de sucesivas oleadas de Celtas venidos de Centroeuropa. Esta tesis fue defendida por Pedro Bosch Gimpera en diferentes trabajos publicados desde los años 20, en los que, aunando las fuentes históricas y filológicas con la realidad arqueológica, planteaba la existencia de distintas invasiones, lo que abrió una vía de difícil salida para la investigación arqueológica española, principalmente al no encontrar el necesario refrendo en los datos arqueológicos.
La hipótesis invasionista fue mantenida por los lingüistas, pero sin poder aportar información respecto a su cronología o a las vías de llegada. La de mayor antigüedad, considerada precelta, incluiría el lusitano, lengua que para algunos investigadores debe considerarse como un dialecto céltico, mientras que la más reciente sería el denominado celtibérico, ya plenamente céltico. No obstante, la delimitación de la Cultura de los Campos de Urnas en el noreste de la Península, área lingüísticamente ibérica, por tanto no céltica ni aun indoeuropea, y el que dicha cultura no aparezca en áreas celtizadas, obligó a replantear las tesis invasionistas, pues ni aceptando una única invasión, la de los Campos de Urnas, podría explicarse el fenómeno de la celtización peninsular.
La dificultad de correlacionar los datos lingüísticos y la realidad arqueológica ha propiciado el que ambas disciplinas trabajen por separado, impidiendo disponer de una visión global, pues no sería aceptable una hipótesis lingüística que no tuviera su refrendo en la realidad arqueológica, ni una arqueológica que se desentendiera de la información filológica. Así, filólogos y arqueólogos han trabajado disociados, tendiendo estos últimos o a buscar elementos exógenos que probaran la tesis invasionista o, sin llegar a negar la existencia de Celtas en la Península Ibérica, al menos restringir el uso del término a las evidencias de tipo lingüístico, epigráfico, etc., en contradicción con los datos que ofrecen las fuentes escritas.
Almagro-Gorbea ha propuesto una interpretación alternativa, partiendo de la dificultad en mantener que el origen de los Celtas hispanos pueda relacionarse con la Cultura de los Campos de Urnas, cuya dispersión se circunscribe al cuadrante nororiental de la Península; tal origen habría de buscarse en su substrato «protocelta» conservado en las regiones del occidente peninsular, aunque en la transición del Bronce Final a la Edad del Hierro se extendería desde las regiones atlánticas a la Meseta. De dicho substrato protocéltico surge la Cultura Celtibérica, con lo que quedarían explicadas las similitudes culturales, socioeconómicas, lingüísticas e ideológicas que hay entre ambos y la progresiva asimilación de dicho substrato por parte de aquélla. De acuerdo con Almagro-Gorbea, la celtización de la Península Ibérica se presenta como un fenómeno complejo, en el que una aportación étnica única y determinada, presente en los planteamientos invasionistas, ha dejado de ser considerada como elemento imprescindible para explicar el surgimiento y desarrollo de la Cultura Céltica peninsular, de la que los Celtíberos constituyen el grupo mejor conocido.
A pesar de lo dicho, la reducida información sobre el final de la Edad del Bronce en la Meseta oriental dificulta la valoración del substrato en la formación del mundo celtibérico, aun cuando ciertas evidencias vienen a confirmar la continuidad del poblamiento al menos en la zona donde el fenómeno celtibérico irrumpirá con mayor fuerza: el Alto Tajo - Alto Jalón - Alto Duero. Por otro lado, aunque esté por valorar todavía la incidencia real de los grupos de Campos de Urnas en el proceso de gestación del mundo celtibérico, la presencia de aportes étnicos procedentes del Valle del Ebro estaría documentada en las altas tierras de la Meseta oriental, como parece confirmar el asentamiento de Fuente Estaca (Embid), en el noreste de la provincia de Guadalajara. No debe desestimarse la posibilidad de que estas infiltraciones de grupos de Campos de Urnas hubiesen sido portadoras de una lengua indoeuropea precedente de la celtibérica, conocida a partir de una serie de documentos epigráficos fechados en las dos centurias anteriores al cambio de Era.
Protoceltibérico (ca. siglos VIII/VI-mediados del VI a. C.)
El comienzo de la Edad del Hierro en la zona, en un momento que cabe remontar a los siglos VIII-VII a. C., ha sido calificado como una auténtica «Edad Oscura» en la Meseta oriental. Se trata de un momento clave para entender la aparición del mundo Celtibérico Antiguo, fase en la que surgen algunos de los elementos esenciales de la Cultura Celtibérica, cuya continuidad está constatada a veces hasta las etapas más avanzadas del mundo celtibérico. Éste es el caso de las necrópolis de incineración, en las que las armas forman parte de los ajuares desde sus momentos iniciales, o de los hábitats permanentes, situados habitualmente en lugares elevados y dotados de fuertes defensas para su protección.
Suele aceptarse, en general, para señalar el final de la cultura característica del Bronce Final en la Meseta, Cogotas I, una fecha en torno a la segunda mitad del siglo IX a. C., pudiendo admitirse un desfase cronológico con la pervivencia de ciertas tradiciones cerámicas propias de la misma en áreas periféricas, a lo largo de los siglos VIII-VII a. C.
La escasez de hallazgos adscribibles a ese momento en la Meseta oriental dificulta cualquier valoración que se pretenda hacer sobre el papel jugado por el substrato en el proceso formativo del mundo celtibérico, aun cuando son suficientes para desestimar una posible desaparición de la población indígena. Junto a la continuidad de ciertos elementos propios de la cultura de Cogotas I, irrumpen otros nuevos pertenecientes al horizonte de Campos de Urnas Recientes del Ebro medio, que podrían remontarse al siglo VIII a. C. según se desprende de la información proporcionada por el citado asentamiento de Fuente Estaca, en la cabecera del río Piedra. Se trata de un poblado abierto, formado por agrupaciones de cabañas endebles, que proporcionó materiales relacionables con la transición de Campos de Urnas Antiguos/Campos de Urnas Recientes, o mejor aún con la perduración de aquéllos en éstos (urnas bicónicas de carena acusada con decoración acanalada, o una fíbula de pivotes) y una datación radiocarbónica de 800+90 BC.
Una cronología similar se defiende para Los Quintanares de Escobosa de Calatañazor, en Soria, mientras que los materiales de Reillo, en Cuenca, se datan en la primera mitad del siglo VII a. C. Las formas cerámicas de ambos conjuntos están emparentadas con los Campos de Urnas del Ebro, mientras que las técnicas o los motivos decorativos constituyen una perduración de Cogotas I en la transición del Bronce Final al Hierro.
Los primeros impactos de los Campos de Urnas del Hierro se caracterizan por la aparición de un número reducido de especies cerámicas, con formas y, sobre todo, motivos y técnicas decorativas que tienen su mejor paralelo en los grupos de Campos de Urnas del Alto y Medio Ebro. En el Alto Duero, estos hallazgos, que no resultan muy numerosos, se datan en el siglo VII a. C. y aun en el VI, que coinciden con un momento oscuro aunque clave para la formación del mundo celtibérico, permitiendo definir una facies anterior a los más antiguos cementerios de incineración documentados en el oriente de la Meseta y a los asentamientos de tipo castreño del norte de la provincia de Soria, o de características más abiertas, en el centro-sur de la misma, cuyas cronologías no parecen remontar el siglo VI a. C. Estas especies cerámicas constituyen un testimonio de las relaciones que se establecen durante esta fase entre la Meseta oriental y el Valle del Ebro, continuando con las documentadas durante la Edad de Bronce, con la presencia de cerámicas de tipo Cogotas I en yacimientos del Ebro.
Cabe adscribir a este período inicial de la Edad del Hierro la primera ocupación del yacimiento soriano de El Castillejo de Fuensaúco, que proporcionó sendas cabañas de planta circular excavadas en la roca y cerámicas pobremente decoradas.
La fase inicial o Celtibérico Antiguo (ca. mediados del siglo VI-mediados del V a. C.)En torno al siglo VI a. C. se documentan en las altas tierras de la Meseta oriental y el Sistema Ibérico una serie de importantes novedades que afectan a los patrones de asentamiento, al ritual funerario y a la tecnología, con la adopción de la metalurgia del hierro. Como novedades surgen ahora un buen número de poblados de nueva planta y los primeros asentamientos que se pueden calificar de estables en este territorio. Los poblados, generalmente de tipo castreño red, pueden estar protegidos por murallas, aunque también se documenten otros carentes de defensas salvo la que supone el propio emplazamiento. Corresponden también a este momento, los más antiguos cementerios de incineración de la Meseta oriental, en uso, a veces, de forma continuada desde el siglo VI hasta el II a. C., o incluso después. Ofrecen, en ocasiones, una ordenación interna característica, con sepulturas alineadas, generalmente con estelas, formando calles. A través de los ajuares funerarios se plantea la existencia de una sociedad guerrera, con indicios de jerarquización social, en la que el armamento es un signo exterior de prestigio, destacando las largas puntas de lanza y la ausencia de espadas o puñales.
Vista del castro de Riosalido (Guadalajara)
Tumbas con estela alineadas de la necrópolis de Centenares (Luzaga, Guadalajara). (Foto Museo Cerralbo)
Como ha señalado Almagro-Gorbea, la aparición de las élites celtibéricas podría deberse a la evolución de los grupos dominantes de la Cultura de Cogotas I, aunque sin excluir los aportes demográficos externos, cuya incidencia real en este proceso resulta en cualquier caso difícil de valorar. Así, la llegada y el desarrollo de una organización de tipo gentilicio en la Meseta, entendida como una organización familiar aristocrática basada en la transmisión hereditaria, que se refleja en una onomástica específica, contribuyó a reforzar la jerarquización latente en la estructura socioeconómica existente desde Cogotas I.
La nueva organización socioeconómica impulsaría el crecimiento demográfico y llevaría a una creciente concentración de riqueza y poder por parte de quienes controlan las zonas de pastos, las salinas -abundantes en toda la zona y esenciales para la ganadería y la conservación de alimentos- y la producción de hierro, favorecida por la proximidad de los importantes afloramientos del Sistema Ibérico, que permitió desarrollar con prontitud en estas regiones un eficaz armamento, lo que explicaría la aparición de una organización social de tipo guerrero progresivamente jerarquizada, uno de los elementos fundamentales para entender el desarrollo de la Cultura Celtibérica y en cuyo proceso de etnogénesis debió jugar un papel esencial como factor de cohesión.
Este proceso se potenciaría indirectamente por el influjo del comercio colonial -cuyo impacto real en estas fechas en el territorio celtibérico no debió ser muy importante- que, dirigido hacia las élites sociales y controlado por ellas, tendería a reforzar el sistema social gentilicio.
Sobre los lugares de hábitat, pocos son los datos con que se cuenta para las fases iniciales. De forma general, puede señalarse la ausencia de jerarquización interna y la orientación preferentemente agro-pecuaria de la sociedad celtibérica, aunque los datos sean demasiado parciales pues la falta de excavaciones en extensión dificulta la posibilidad de obtener mayor información sobre el particular, impidiendo asimismo la contrastación con los datos proporcionados por las necrópolis, que coinciden en destacar el papel de las élites de tipo guerrero dentro de la sociedad celtibérica.
Del análisis de la cultura material de las necrópolis y poblados de la fase inicial de la Cultura Celtibérica se desprende la existencia de aportaciones de diversa procedencia y tradiciones culturales variadas. En cuanto a los objetos hallados en los ajuares funerarios, se plantea un origen meridional para algunos de ellos, como las fíbulas de doble resorte de puente filiforme y de cinta, los broches de cinturón de escotaduras y de uno a tres garfios, o los primeros objetos realizados en hierro, que incluyen las largas puntas de lanza y los cuchillos curvos, perfectamente documentados desde los siglos VII-VI a. C. en ambientes orientalizantes del mediodía de la Península. Otra posibilidad, en absoluto excluyente, es plantear la llegada de algunos de estos elementos desde las áreas próximas al mundo colonial del noreste peninsular a través del Valle del Ebro, junto al propio ritual, la incineración, y a las urnas que formarían parte de él, como lo confirmarían sus perfiles, que cabe vincular con los Campos de Urnas, al igual que ocurre con las cerámicas procedentes de los lugares de habitación, de evidente semejanza con las documentadas en yacimientos de Campos de Urnas del Hierro. Diferente podía ser el caso de algunas de las cerámicas pintadas, de posible origen meridional.
Para los encachados tumulares de las necrópolis de Molina de Aragón y Sigüenza, muy mal documentados, no habiéndose podido estudiar su estructura constructiva, se ha señalado su procedencia del Bajo Aragón. En cuanto a las calles de estelas se trata de un rasgo local, que no aparece en el ámbito de los Campos de Urnas.
Por su parte, el tipo de poblado con casas rectangulares adosadas con muros cerrados hacia el exterior a modo de muralla, que es característico del mundo celtibérico desde esta fase inicial, aunque no exclusivo de él, está bien documentado en los poblados de Campos de Urnas del Noreste.
El hallazgo de chevaux de frise en el poblado leridano de Els Vilars (Arbeca), en el noreste peninsular, asociándose a una muralla y a torreones rectangulares, ha venido a replantear el origen de este sistema defensivo característico de los castros del reborde montañoso oriental, meridional y occidental de la Meseta consistente en franjas anchas de piedras clavadas en el terreno natural. El conjunto se inscribe en un ambiente de Campos de Urnas del Hierro, fechándose en la segunda mitad del siglo VII a. C. Esta datación, más elevada que las normalmente admitidas para el ámbito celtibérico, así como su localización geográfica en el Bajo Segre, vendría a confirmar su filiación centroeuropea con las estacadas de madera del Hallstatt C.
La documentación existente, pues, parece indicar que la eclosión del mundo celtibérico se produjo en un ámbito geográfico mucho menor que el de la Celtiberia histórica, configurando lo que puede considerarse como el territorio nuclear de la misma, que se localiza en las tierras altas del oriente de la Meseta y el Sistema Ibérico, en torno a los cursos altos del Tajo, del Jalón y del Duero, excluyéndose otras áreas cuya pertenencia a la Celtiberia en época histórica está sobradamente contrastada, como sería buena parte de la margen derecha del Ebro Medio o, posiblemente, los cursos superiores del Cigüela y el Záncara, subsidiarios del Guadiana, en la zona centro-occidental de la provincia de Cuenca.
Un nuevo período se desarrolla a partir del siglo V a. C., durante el cual se ponen de manifiesto variaciones regionales que permiten definir grupos culturales vinculables, a veces, con los populi conocidos por las fuentes literarias. El estudio de los cementerios y, especialmente, de los objetos metálicos depositados en las tumbas, principalmente las armas, ha proporcionado un buen conocimiento de los mismos y de su evolución, aunque la periodización propuesta no es fácil de correlacionar con la información procedente de los poblados, en muchos casos únicamente conocidos a través de materiales recogidos en superficie.
Cuadro evolutivo de los ajuares funerarios celtibéricos. (Según Lorrio, 1997)
La creciente diferenciación social se manifiesta en las necrópolis, con la aparición de tumbas aristocráticas cuyos ajuares están integrados por un buen número de objetos, algunos de los cuales pueden ser considerados excepcionales, como es el caso de las armas broncíneas de parada o las cerámicas a torno. Este importante desarrollo aparece inicialmente circunscrito al Alto Henares-Alto Tajuña, afluentes del Tajo, así como a las tierras meridionales de la provincia de Soria correspondientes al Alto Duero y al Alto Jalón, como resultado de la riqueza ganadera de la zona, el control de las salinas, la producción de hierro, o debido a su privilegiada situación geográfica, al tratarse del paso natural entre el Valle de Ebro y la Meseta. El mayor número de necrópolis en la zona puede asociarse con el aumento en la densidad de población, que conllevaría una ocupación más sistemática del territorio.
En este período la espada se incorpora a los ajuares de las tumbas de guerrero. Se trata de modelos de antenas y de frontón, que se documentan conjuntamente en el mediodía peninsular desde inicios del siglo V a. C. También se hallan puntas de lanza, que en ocasiones alcanzan los 40 cm. de longitud, usualmente acompañadas de sus regatones, soliferrea y, posiblemente, pila. El escudo, con umbos de bronce o hierro, el cuchillo de dorso curvo, y, en ciertos casos, el disco-coraza y el casco, ambos realizados en bronce, completan la panoplia. Es frecuente encontrar, junto a ellos, arreos de caballo, un signo más de la categoría del personaje al que acompañan. Un buen ejemplo de ello lo constituye las necrópolis de Aguilar de Anguita (Guadalajara) y Alpanseque (Soria), en las que está presente la ordenación característica del espacio funerario en calles paralelas. Los ajuares de estos cementerios, adscritos a los momentos iniciales del Celtibérico Pleno, muestran una sociedad fuertemente jerarquizada, en las que las tumbas de mayor riqueza se vincularían con grupos aristocráticos.
Tumba aristocrática de la necrópolis de Carratiermes (Montejo de Tiermes, Soria). (Foto Argente)
En cuanto a la representatividad de los diferentes sectores sociales en los cementerios del Celtibérico Pleno, se sabe que tan sólo un pequeño número de tumbas de Aguilar de Anguita poseía ajuares «ricos», lo que supone menos del 1% del total según los datos proporcionados por su excavador, el Marqués de Cerralbo, entre los que, con bastante verosimilitud, se incluirían todos o por lo menos una parte importante de las tumbas conocidas. Los conjuntos funerarios provistos de espada o puñal, que se relacionarían con los individuos de más alto estatus de la comunidad, como lo confirma asimismo su asociación con arreos de caballo, debieron constituir igualmente una parte muy pequeña del total de enterramientos con armas que, en su mayoría, corresponderían a guerreros provistos de una o varias puntas de lanza o jabalina, aunque la práctica ausencia de noticias sobre la composición de los ajuares de «riqueza intermedia» no permita determinar hasta qué punto las tumbas que presentan lanzas y jabalinas como principales armas ofensivas formarían el conjunto más importante, según queda evidenciado en otros cementerios mucho mejor conocidos. Sin embargo, el uso no ya de la panoplia comentada, con la presencia de elementos broncíneos de prestigio como las corazas o los cascos, sino del armamento en general, estaría restringido a un sector de la población. No obstante, la atracción que el armamento ejerció en quienes inicialmente procedieron al estudio de las necrópolis celtibéricas ha condicionado el conocimiento que se tiene de las tumbas sin armas, aunque se sabe de algunas notables excepciones con una importante acumulación de objetos presentes en las mismas, lo que supone un indicio de que se trataría de personajes relevantes, cuyos ajuares estarían formados, entre otros elementos, por fíbulas, broches de cinturón, collares y pectorales
Diversas influencias se ponen de manifiesto en cuanto a la procedencia de los diferentes tipos de objetos hallados en las sepulturas: norpirenaicas, a través del Valle del Ebro, y con las tierras del mediodía y el Levante peninsular, de inspiración mediterránea. Las armas, como elemento más significativo de los que constituyen el ajuar, ofrecen un buen ejemplo de lo dicho.
De esta forma, los diversos modelos de espadas de antenas responden a una doble influencia: del Languedoc, seguramente a través de Cataluña, como parece ser el caso del tipo Aguilar de Anguita, y de Aquitania, como lo confirmarían los escasos ejemplares de tipo aquitano, seguramente piezas importadas, y las espadas de tipo Echauri. Hay que señalar que algunos de los principales tipos de espadas de antenas de esta fase serían de producción local, lo que da idea del importante desarrollo metalúrgico que alcanzó la Meseta oriental desde época temprana. Otro tipo, como son las espadas de frontón, a las que cabe atribuir un origen mediterráneo, se documenta en el mediodía peninsular desde los inicios del siglo V a. C.
Un carácter foráneo cabe plantear, igualmente, para los elementos broncíneos de parada, es decir, los cascos, corazas y grandes umbos, y pensar, por la coincidencia en la temática y en la técnica decorativa, en un origen común, no debiendo descartar su realización en talleres locales. Los discos-coraza constituyen un buen ejemplo de lo dicho, dada su distribución geográfica centrada en el sureste peninsular; están inspirados en piezas itálicas y tienen una cronología del siglo V a. C.
Paralelos muy diversos en el tiempo y el espacio, evidenciando diferentes orígenes y vías de llegada, ofrecen el resto de los materiales, como es el caso de los distintos modelos de fíbulas, los broches de cinturón, los adornos de espirales o los pectorales de placas de bronce, aunque, como lo prueba la dispersión de los hallazgos, en muchos casos se trate de producciones locales. Por último, resulta evidente la procedencia del área ibérica de las primeras piezas fabricadas a torno, llegadas a la Meseta oriental ya en la fase precedente.
Desde finales del siglo V se observa un desplazamiento progresivo de los centros de riqueza hacia las tierras del Alto Duero que puede relacionarse con la eclosión de uno de los principales populi celtibéricos, los Arévacos, lo que queda probado por la elevada proporción de sepulturas con armas en los cementerios adscribibles a este período localizados en la margen derecha del Alto Duero, entre las que destacan La Mercadera (44%) y Ucero (34,7%), y cuyo carácter preferentemente militar es señalado también con respecto a los peor conocidos de La Revilla, Osma o La Requijada de Gormaz. Todo ello viene a coincidir con el empobrecimiento de los ajuares, incluso con la práctica desaparición de las armas, en otras zonas de la Celtiberia, fenómeno que se pone de relieve desde finales del siglo IV a. C. en las necrópolis situadas en la cuenca alta del Tajuña, al norte de la provincia de Guadalajara, como Riba de Saelices, Aguilar de Anguita, en su fase más reciente, carentes todas ellas de armamento, o Luzaga. Lo mismo es observado en La Yunta, en el curso alto del río Piedra, que, al igual que Luzaga, proporcionó algún elemento armamentístico, y en Molina de Aragón, en la cuenca del Gallo, en la que, junto a materiales de cronología antigua, se documentaron otros relativamente modernos aparecidos fuera de contexto, no hallándose entre ellos resto alguno de armamento. La cronología de estas necrópolis oscila entre finales del siglo IV y el II a. C., o aun después.
Las armas de tipo ibérico no son habituales en el Alto Duero, quedando reducidas a alguna falcata o a las manillas de escudo del modelo de aletas. Las relaciones con las tierras del Duero Medio y el Alto Ebro gozaron de una mayor importancia, lo que queda constatado por la presencia en la zona celtibérica de ciertos objetos de gran personalidad, como los puñales y algún umbo de escudo de tipo Monte Bernorio, los tahalíes metálicos, o los broches de tipo Miraveche y Bureba. Por su parte, desde mediados del siglo IV a. C. aparecen en los cementerios del Alto Henares-Alto Jalón las espadas de tipo La Tène, que alcanzarán su máximo desarrollo en la centuria siguiente, habiéndose documentado auténticas piezas de procedencia norpirenaica, como lo prueba el hallazgo de ciertas vainas de espada. En consideración a las características plenamente indígenas de las panoplias en las que se integran estas armas, puede interpretarse su llegada de la mano de mercenarios celtibéricos o tratarse de piezas exóticas obtenidas por intercambios de prestigio. Destaca, igualmente, la aparición de los puñales biglobulares, arma típicamente celtibérica, caracterizada por su empuñadura con remate discoidal y por el engrosamiento localizado en su zona central. Se trata de un tipo de arma, de origen celtibérico, cuya presencia resulta frecuente en buena parte de la Hispania céltica desde desde el siglo III hasta el I a. C..
Puñales biglobulares de la necrópolis de Carratiermes (Montejo de Tiermes, Soria). (Foto Museo Numantino)
Por lo que se refiere a los poblados, se generaliza a partir de la Segunda Edad del Hierro el esquema urbanístico de calle o de plaza central, incorporándose nuevos sistemas defensivos consistentes en murallas acodadas y torreones rectangulares, que convivirán con los característicos campos de piedras hincadas, ya documentados desde el Primer Hierro en los castros de la serranía de Soria.
Durante este período se produce lo que cabría interpretar como «celtiberización» de determinadas zonas adyacentes a los territorios nucleares del Alto Tajo-Alto Jalón-Alto Duero, que, al final de la fase plena, presentarán características uniformes con el resto del territorio celtibérico. Así ocurre con el sector septentrional de la actual provincia de Soria, área montañosa perteneciente al Sistema Ibérico, donde se individualiza la llamada «cultura castreña soriana», que constituye uno de los grupos castreños peninsulares de mayor personalidad, perfectamente caracterizado desde el punto de vista geográfico-cultural y cronológico. Se fechan entre los siglos VI-V a. C., siendo abandonados en su mayoría hacia mediados del siglo IV a. C., aunque en algunos casos pudieran haber sido ocupados posteriormente de forma ocasional. Hay, no obstante, suficientes evidencias de una ocupación estable de algunos de ellos durante el Celtibérico Pleno, no quedando claras las condiciones de esta transición. Podría hablarse de celtiberización del territorio serrano al correlacionar el fenómeno de abandono y posibles transiciones violentas de los asentamientos castreños de la Serranía con el desarrollo que muestran a lo largo del período las necrópolis y poblados de la zona central de la cuenca alta del Duero, celtiberización que no llega a completarse, como lo prueba el hecho de que el territorio se mantuviera al margen de las manifestaciones funerarias propias del ámbito arévaco. De modo similar, da la sensación de asistir a un proceso de celtiberización de la margen derecha del Valle Medio del Ebro a partir de finales del siglo IV-inicios del III a. C., o incluso después, toda vez que este territorio, durante los estadios iniciales de la Cultura Celtibérica, aparece vinculado al mundo del Hierro de tradición de Campos de Urnas del Ebro.
La fase final o Celtibérico Tardío (finales del III- siglo I a. C.)La fase de desarrollo o Celtibérico Pleno (ca. mediados del siglo V- finales del III a. C.)
Este período se configura como una etapa de transición y de profundo cambio en el mundo celtibérico. La tendencia hacia formas de vida cada vez más urbanas puede considerarse como el hecho más destacado, tendencia que se debe enmarcar entre el proceso precedente en el mundo tartesio-ibérico y el de la aparición de los oppida en Centroeuropa. En relación con este proceso de urbanización estaría la probable aparición de la escritura, que se documenta ya mediado el siglo II a. C. en las acuñaciones numismáticas, pero la diversidad de alfabetos y su rápida generalización permiten suponer una introducción anterior desde las áreas ibéricas meridionales y orientales. Asimismo, hay que señalar la existencia de leyes escritas en bronce. Muestra de estos profundos cambios son los fenómenos de sinecismo documentados por las fuentes y arqueología, o aun la posible transformación de la ideología funeraria reflejada en los ajuares, que puede explicar el desarrollo de la joyería, tal vez como elemento de estatus que viene a sustituir al armamento como símbolo de estatus. En estos productos artesanales, como en los bronces y cerámicas, se observa un fuerte influjo ibérico, lo que les otorga una indudable personalidad dentro del mundo céltico al que pertenecen estas creaciones, como evidencian sus elementos estilísticos e ideológicos.
Fíbula de caballito con jinete de la necrópolis de Numancia. (Según Jimeno et al., 2002)
Oppidum arévaco de Clunia (Peñalba de Castro, Burgos). (Foto Lorrio)
A la vez se desarrollará un proceso de ordenación jerárquica del territorio, en el que el carácter urbano de los oppida se define por su significado funcional más que por el arquitectónico, aunque se sepa de la existencia de edificios públicos, desarrollándose una verdadera arquitectura monumental, apareciendo a finales del siglo II a. C. grandes villae de tipo helenístico, como la de La Caridad de Caminreal, muestra de una fuerte aculturación romana. En estos asentamientos se aprecia, igualmente, una ordenación interior según un plan previsto, presentando obras defensivas de gran espectacularidad, como sería el caso del foso de Contrebia Leukade, excavado en la roca en un perímetro de casi 700 m. con una anchura entre 7 y 9 m. y una profundidad de 8 m., con un volumen de piedra extraída de unos 40.000 m3, lo que supone una ingente inversión de trabajo colectivo. Son centros que acuñan moneda con su nombre, de plata en los más importantes, y son la expresión de una organización social más compleja, con senado, magistrados y normas que regulan el derecho público.
Muralla y foso del oppidum de Contrebia Leukade (Inestrillas, La Rioja). (Foto Almagro Gorbea)
Denario celtibérico de Sekobirikes. (Colección Real Academia de la Historia)
El proceso romanizador resultará evidente desde el 133 a. C. con la destrucción de Numantia, caracterizando la última parte de la Cultura Celtibérica, que culminará en el siglo I d. C., en el que los antiguos oppida celtibéricos de Bilbilis, Vxama, Termes o Numantia se han convertido en ciudades romanas, incluso con rango de municipium.
Las noticias proporcionadas por los autores grecolatinos van a permitir en esta fase final profundizar en la organización sociopolítica de los Celtíberos, evidenciando un panorama más complejo que el obtenido anteriormente, basado tan sólo en la documentación arqueológica. La existencia de grupos parentales de carácter familiar o suprafamiliar, de instituciones sociopolíticas, como senados o asambleas, o de tipo no parental, como el hospitium, la clientela o los grupos de edad, así como entidades étnicas y territoriales que son conocidas por primera vez, se documentan a través de las fuentes literarias o de las evidencias epigráficas. También ofrecen importante información sobre la organización económica de los Celtíberos, haciendo referencia a su carácter eminentemente pastoril, complementada por medio de una agricultura de subsistencia.
Bronce de Luzaga (Guadalajara). (Según Almagro-Gorbea)
Estas mismas fuentes escritas proporcionan información sobre los límites territoriales de la Celtiberia, con mención expresa de las etnias consideradas como celtibéricas, de las ciudades a ellas vinculadas y del territorio que ocuparían. Un aspecto esencial a la hora de abordar la delimitación geográfica de cada una de estas etnias lo constituye la propia ubicación de las ciudades a ellas adscritas, lo que no siempre resulta fácil de determinar, ya por la propia indefinición de las fuentes literarias, cuando no por las contradicciones que éstas presentan al respecto, a veces explicables por probables errores en la atribución de las mismas (véanse los casos de Pallantia o de Intercatia), y en otras ocasiones debido a cambios y posibles «reajustes» de índole político-administrativo (v. gr. los casos de Numantia o del territorio de Segobriga). Pero, quizás, la mayor dificultad derive de la existencia de un elevado número de ciudades -o de cecas- de ubicación desconocida o, al menos, incierta. El panorama se complica, igualmente, cuando existen diversas propuestas de ubicación de una misma ciudad en ámbitos geográficos alejados, como ocurre entre los Arévacos con Segontia, Lutia o Noua Augusta, o una misma ciudad aparece citada -o al menos cabe la posibilidad de que así sea- con nombres diferentes (Althaia/Cartala, Complega/Contrebia, etc.).
Debe tenerse en consideración, asimismo, la propia evolución de las etnias y de sus territorios a lo largo del dilatado proceso de conquista del interior peninsular por Roma. Así ocurre con los Olcades, Belos o Titos, que dejan de aparecer en las fuentes literarias en un momento relativamente temprano, quedando sus territorios asimilados a otras entidades de contenido étnico o geográfico, o, con los Lusones, que cuando reaparecen lo hacen ocupando un territorio diferente del que se les había atribuido con anterioridad. Tampoco se puede tener la completa seguridad de conocer el nombre de todas las etnias que ocuparían el solar celtibérico, pues no se debe olvidar que algunas de ellas sólo son citadas con motivo de episodios puntuales, como sería el caso de los Olcades, al narrar las campañas de Aníbal por tierras de la Meseta, o los Lobetanos, únicamente conocidos por la referencia de Ptolomeo.
Ante tales dificultades, se hace indispensable contrastar todas las evidencias disponibles -literarias, lingüísticas, epigráficas o arqueológicas-, para poder así abordar de forma fiable el estudio de aspectos como el de la configuración de la Celtiberia histórica o la identificación de las etnias consideradas como celtibéricas. Partiendo de ellas se configura la Celtiberia como una entidad cultural que se estructura en cuatro grandes áreas: el Alto Duero, el Alto Tajo-Alto Jalón, la Celtiberia meridional, circunscrita a la provincia de Cuenca en gran medida, y el Valle Medio del Ebro en su margen derecha, territorios todos ellos de desarrollo cultural independiente aunque con evidentes puntos de contacto entre ellos.
En este período, otro hecho clave parece ser la continuidad de la expansión del mundo céltico en la Península Ibérica, al parecer desde un núcleo identificable, en buena medida, con la Celtiberia histórica, lo que puede deducirse de la comparación de la distribución de los elementos célticos atribuidos a los siglos V y IV a. C. y los más generalizados de fecha posterior, a veces incluso potenciados tras la conquista romana. Este proceso, según los indicios arqueológicos e históricos, aún estaba plenamente activo en el siglo II a. C., y se habría extendido hacia el Occidente, como lo prueba la dispersión geográfica de las fíbulas de caballito o de armas tan genuinamente celtibéricas como el puñal biglobular, que alcanzaron las tierras de la Beturia Céltica, coincidiendo con la información proporcionada por las fuentes literarias, como la conocida cita de Plinio (3, 13) o las evidencias lingüísticas y epigráficas.
De modo semejante a lo ocurrido en la Península Itálica, el fenómeno de expansión celtibérica se enfrentó a la tendencia expansiva paralela del mundo urbano mediterráneo. Los púnicos, a partir del último tercio del siglo III a. C., y, posteriormente, el mundo romano, dieron inicio a una serie de enfrentamientos, que culminarían con las Guerras Celtibéricas, que constituyen uno de los principales episodios del choque, absorción y destrucción de la Céltica por Roma, heredera de las altas culturas mediterráneas.
No podemos finalizar sin remarcar la personalidad de la Cultura Celtibérica en el cuadro general del mundo céltico, en gran medida debido a la importante influencia que la Cultura Ibérica ejerció sobre ella, unido a su situación periférica en el extremo suroriental de Europa, alejada de las corrientes culturales que afectaron de una forma determinante a los Celtas continentales, identificados arqueológicamente con las culturas de Hallstatt y de La Tène.
Alberto J. Lorrio. Universidad de Alicante
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